Basado en mi libro "autobiografía de un nacimiento"

Fotografías de Cristina Granados

 

 

Mi vida psíquica en los comienzos de mi estancia en el mundo era muy pobre. Tan pobre, que estaba dominada por el sueño. Dormía casi todo el día, y en el resto, no llegaba a despertar del todo, quedando en un especial estado de sopor.


En las cortas fases de vigilia llegaban a mi obnubilada consciencia múltiples impresiones, unas procedentes del mundo que me rodeaba (la luz, los sonidos, los olores...) y otras procedentes del interior de mi cuerpo (la deglución, las contracciones de mi estómago y mi actividad muscular). Pero no distinguía las unas de las otras, no sabía diferenciar lo que estaba fuera, o era exterior a mi, de lo que estaba dentro, o era interior a mí, y los estímulos de mis contracciones musculares eran percibidos tan exteriormente como el sonido de tu voz, o tu voz me llegaba tan interior como mis contracciones musculares.

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Todo me llegaba difuso, impreciso, desorganizado y, como acababa de nacer, sin significación. Las diferentes sensaciones (visuales, táctiles, olfatorias,...) desfilaban ante mí de un modo difuso, como imágenes desenfocadas.

 

 

Apareciste en mi vida como una hada buena

 

A medida que pasaban los días, los períodos de sueño se fueron acortando y los de vigilia alargando. En éstos, mi consciencia se iba clarificando, las sensaciones  llegaban ya mas nítidas, las imágenes más enfocadas. Y todo, porque se estaba produciendo un hecho de extraordinaria importancia, la repetición de un conjunto de esas sensaciones. Comenzaba por la sensación de hambre que me creaba un estado de profundo malestar, tras la cual, mis sentidos se veían invadidos por una serie de impresiones que la transformaban en otra de intenso placer. Se trataba de impresiones procedentes de tus cuidados, de tus caricias, del contacto con tu cuerpo cuando me estrechabas contra tu pecho, la de tu voz cuando me hablabas, el olor de los productos del aseo y el expelido por tu cuerpo, la visión de tu rostro que me sonreía y me miraba con ternura y, sobre todo, impresiones gustativas procedentes de tus pezones cuando me lo introducías en mi boca y fluían por ellos un líquido dulce, calentito, agradable, que al llegar a mi estómago vacío, me calmaba el hambre.

 

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 …sentía como si te estuviera absorbiendo,…

 

Y muy pronto comencé a distinguir que en esa cadena de sensaciones había un ente, un alguien o un algo, que se constituía en principal protagonista. Ese alguien o ese algo lo envolvía todo, lo inundaba todo a mi alrededor; de él partían las caricias llenas de la más suave ternura que recorrían todo mi cuerpo, suyo era el agradable calor que recibía cuando me arropaba entre sus brazos e igualmente suya era la voz que, al anunciarme el estado de placer que se avecinaba, me sacaba de la tensión provocada por las contracciones de mi estómago vacío.

Así, mamá, apareciste en mi vida, como la hada buena que con su varita mágica convertía las sensaciones de malestar en otras de placer, como el alma misericordiosa que cuando tenía hambre me daba de comer, como la gran benefactora que, ante mis gritos y llantos solicitadores de auxilios, venía a socorrerme.

Cuando me introducías tus pezones en mi hipersensible boca y extraía de ti el benéfico líquido que me llevaba a ese estado de máximo placer, sentía como si te estuviera absorbiendo, perdiéndome en ti y fundiéndome contigo, y al amar esas impresiones que tú me procurabas, te amaba a ti y me amaba a mí misma a la vez, ya que al no saber distinguir lo que estaba dentro de lo que estaba fuera de mí, y, por tanto, carecer de yo, mi primer yo fuiste tú.

Aprendí a percibir tu presencia que formaba parte de mí y me embriagaba. Cuando me encontraba tensa y angustiada por el hambre o las escoceduras de los pañales mojados el sólo sonido de tu voz, embajador de bienestar, me calmaba.

 

  

Tu rostro, signo o señal de situaciones placenteras

 

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Tu figura fue ganando nitidez y consistencia. De ella lo que más llamaba mi atención era el rostro y, dentro de él, sus particulares relieves, la frente con sus surcos y cejas, los ojos y párpados en continuos movimientos y la nariz que de forma tan pronunciada sobresalía, todo lo cual formaba en conjunto una imagen que atraía poderosamente mi atención. Al mamar me quedaba fija, extasiada en ese rostro, en ese maravilloso rostro tuyo. Y cuando, al final, llena de placer, me sumergía en una especie de estado de relajación y sopor que me conducía al sueño, quedaba tu rostro gravado profundamente en mi mente. Así, tu rostro, mamá, comenzó a constituir parte esencial del bienestar que tú me procurabas y mi amor por él, mi amor por ti, se fue intensificando más y más.

 

 

Contigo llegó el orden

 

En torno a la alimentación giraba, en esos primeros momentos, todo mi psiquismo. Cuando en mi nacimiento salí de tu cuerpo y me desprendí físicamente de él, permanecí, sin embargo, estrechamente unida a ti por unos fuertes lazos de dependencia y afectividad íntimamente entrelazados entre sí. Sin la alimentación que tú me proporcionabas yo no hubiese podido subsistir, pero si imprescindible era para mi cuerpo esa alimentación material, también era imprescindible para mi mente, esa otra alimentación espiritual tan íntimamente unida a la primera.

Debido a esta unión, en mi mente -que todo era confuso sin significación y desorganizado- se produjo un principio de organización. Tras la sensación de hambre fui aprendiendo a esperar las otras que, en cadena, la harían desaparecer y a medida que todas esas sensaciones iban apareciendo las iba reconociendo y dándole un significado. Y así, a través de la fundamental necesidad biológica de la alimentación comenzaron a estructurarse los pilares básicos de mi personalidad.

Apareciste en mi vida y contigo llegó el bienestar, el orden, la luz que iluminara mi mente, pero, sobre todo, contigo, mama, llegó el amor. El amor que serviría de base a la maravillosa relación de dos seres, tú y yo, tan estrechamente unidos entre sí, que más que dos, fuimos durante mucho tiempo un solo ser.

 

 

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