En los primeros años de mi vida experimenté un desarrollo vertiginoso. Hasta tal punto, que de comenzar siendo el ser más desvalido me fui convirtiendo en toda una "persona".

El tercero fue un año de entrenamiento, de ensayo, de preparación de funciones corporales. Mi cuerpo, lleno de impulsos vitales, se entregaba sin cesar a sus múltiples actividades. No había un objeto que no intentara coger, ni un lugar al que no pretendiera llegar. Dominado el equilibrio, lo desafiaba continuamente andando a pie cojita, saltando, encaramándome en los sitios más inverosímiles, realizando piruetas,...

Esta ejercitación de mis funciones corporales, sentidas gozosamente, me permitió tomar contacto con mi cuerpo, conocerlo y diferenciarlo de lo que lo rodeaba; aprendí a delimitar su frontera y a distinguir lo que estaba dentro de ella o era interior a mí y lo que estaba fuera de ella o era exterior a mí. Además, este perfeccionamiento de mis funciones corporales me liberó del parasitismo al que había estado sumida y me puso en camino de la libertad y la independencia; de ir hacia un objeto o persona o separarme de ellos, de explorar los lugares que me apetecieran y de prescindir de ayuda en las dos importantes actividades de comer y vestirme.

Mi mente se fue también desarrollando. El pensamiento se fue afianzando y, como vehículo del pensamiento, el lenguaje, que tras un largo período de aprendizaje escalonado en sucesivas etapas, llegaba a ésta de los tres a los cuatro años en la que la pronunciación de las palabras y construcción de la frase gramatical se iría perfeccionando y mi vocabulario enriqueciéndose. Así, yo, que me había convertido en la gran carreteadora, que cada día recorría y escudriñaba todos los rincones de la casa, fui también la gran parlanchina que no cesaba de hablar, hablar y hablar, contándolo todo y haciendo un sinfín de preguntas…

Y fui la gran soñadora que continuamente me evadía del mundo real y me sumergía en el fabuloso mundo de la fantasía.

 

 

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Fui la gran soñadora

 

A medida que tú te ibas distanciando de mí, se consolidaban las relaciones con papá, los demás miembros de la familia, y en general, no desperdiciaba la menor ocasión para tomar contacto, entablando conversación con toda persona —el panadero, un amigo de la familia— que entrara en la casa, con lo cual me fui preparando para el importante paso de la inmediata etapa de escolarización.

La obstinación, la terquedad, la desobediencia y la rebeldía fueron las características propias de mi forma de ser en esta etapa en la que mi naciente voluntad irrumpió violentamente, tratando de imponerse a toda costa a la de los demás, iniciándose así la lucha de voluntades que se había de prolongar a lo largo de toda mi existencia.

Como exponente de la toma de consciencia de mí misma aparecieron en mi vocabulario dos palabras muy cortas, de tan sólo dos letras cada una, pero de gran contenido psicológico: "yo" y "no". Anteriormente, en la construcción de las frases me colocaba en tercera persona (la nena va de paseo) pero desde entonces comencé a hacerlo en primera persona (yo voy de paseo).

En ese lenguaje pintoresco de palabras mal pronunciadas y frases defectuosas propias de mi media lengua, surgía el yo, pronunciado con claridad y fuerza, que destacaba sobre los demás términos de mi vocabulario.

— ¿Quién se va a comer esta sopita tan rica? —preguntabas tú colocando el plato delante de mí y al instante, yo respondía:

— ¡Yo! —a la par que me llevaba mis palmitas al pecho para que no hubiera la menor duda que era yo, ésta que estaba aquí, ésta que se tocaba con sus propias manos y no otra, la que se iba a comer la sopita tan rica, preparada por su mamaíta.

 

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Lucha de voluntades

 

Los "no" surgieron como consecuencia de la liberación del parasitismo al que hasta entonces había estado sometida. Mi desarrollo corporal me brindaba ya la posibilidad de elegir entre ir o no ir, acercarme o alejarme, hacer o no hacer. El "no" aparecía como el más claro símbolo de la reafirmación de mi personalidad. Se trataba de unos "no" rotundos, que no daban lugar a la menor apelación posible. Nunca volvería a pronunciar unos no como aquellos, porque el mundo bien pronto me enseñaría, para no hacer tan sangrienta la lucha de voluntades, el arte de cambiar el "no" por el "sí, pero...”. Pero estos no de la segunda mitad del tercer año y de todo el cuarto fueron unos no precisos, que se alzaban en mi vocabulario con claridad y énfasis.

—Anda, dale un beso a esta señora —me solicitabas tú y mi respuesta quedaba reducida escuetamente a la palabrita (o mejor, palabraza) de dos letras:

— ¡No! —y para que no hubiera el menor género de duda, la ratificaba con un movimiento de negación con la cabeza; y acto seguido me marchaba. Para qué esperar si mi "no" había sido tajante. Bastante tiempo había estado sometida a voluntades ajenas para que ahora no pudiera ejercer la mía. Yo era yo, y si yo no quería besar a aquella señora no la besaba sin más, sencillamente, porque no me daba la gana.

 

 

Al fin llegó el día tan esperado de mi ida al colegio. Era aquella una mañana muy especial. Tú me despertaste antes de la hora habitual y yo, sin ninguna pereza, salí rápidamente de la cama. Tenía mucha ilusión por descubrir ese mundo nuevo del colegio.

—Allí te lo pasarás muy bien porque podrás jugar con muchos niños y aprenderás a pintar, a leer, a escribir... Allí mi niña se hará una mujer como su mamá — me habías contado en repetidas ocasiones.

Panorama, pues, atractivo e ilusionador. Sin embargo, aquella mañana, mientras me ayudabas a vestirme y a asearme, no estabas tan alegre y dicharachera como otras veces; tu semblante era de preocupación, y apenas si contestabas muy parcamente las muchas preguntas que, sobre esta nueva experiencia que se avecinaba, yo te hacía.

 En el trayecto de casa al colegio no intercambiamos palabra alguna, aunque inenarrable sería la gran cantidad de pensamientos que pasaron por mi mente en esos minutos. Mi semblante se fue tornando tan sombrío como el tuyo. Llegué a tener miedo y ganas me dieron de pedirte que nos volviéramos a casa, que yo no quería ir a aquel desconocido lugar, pero consciente de que no lo lograría, no me atreví a ello.

Y así, en silencio, llegamos a un portal cerrado con una gran cancela de hierro, que el portero, al apercibirse de nuestra presencia, abrió, invitándome a pasar. Los siguientes fueron unos instantes de gran tensión. Tú, sin romper el silencio habido hasta entonces entre las dos, me diste un beso, mensajero como siempre del inmenso amor que me profesabas, más en aquella ocasión, presagiador a su vez del próximo distanciamiento de ese amor.

 

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Introduje mis manitas entre los barrotes…

 

Yo me quedé allí inmóvil, clavada en el suelo, resistiéndome pasivamente a entrar, y fue necesario que tú me dieras un empujoncito en la espalda para que lo hiciera.

La cancela se cerró tras de mí y al volver la  vista contemplé a través de sus barrotes, barrera que nos separaba, cómo tú seguías allí, fija en mí. Me dirigiste una triste sonrisa -porque, aunque parezca un contrasentido, hay sonrisas tristes- y te marchaste.  

Introduje mis manitas entre los barrotes de la cancela en un desesperado intento de sujetar lo que tan unido había estado a mí y que entonces irremisiblemente se me escapaba, pero lo único que conseguí fue contemplar como, alejándote más y más, desaparecías de mi vista.

Miré a mí alrededor y vi a muchos niños y niñas como yo y a algunas personas mayores como tú, no obstante, me invadió una profunda sensación de soledad. Yo, que hasta entonces siempre había sido el centro de la atención de todos los que me rodeaban, me encontraba allí sin que nadie me echara la menor cuenta, parada, con las manos en los bolsillos, sin saber qué hacer, ni adonde encaminar mis pasos. De pronto, un niño muy feo y muy bruto se abalanzó sobre mí y de un tremendo empujón me tiró al suelo.

 

Tú, mamá, me has ido pariendo lentamente. Comenzó este parto cuando, siendo aún una bolita que había anidado en la pared de tu matriz, me fui desprendiendo poco a poco de ella, quedando como único vínculo de unión un conducto, el cordón umbilical; pero cuando éste fue cortado, sólo se produjo una separación física, pues continué unida a ti por unos fuertes lazos de dependencia y afectividad. Tan unidas estábamos entonces que formábamos una sola cosa. Al mamar de tus pechos me fundía contigo de tal modo que al amar esas impresiones que tú me procurabas te amaba a ti y me amaba a mí misma a la vez. Pero esta estrecha unión se fue poco a poco deshaciendo. Un día noté cuando estaba lactando que lo que se encontraba dentro de mi boca no era uno de tus pezones sino otro artificial, ni eran tus suaves y delicadas manos las que me cogían, ni tu dulce voz la que llegaba a mis oídos, y tampoco estaba allí tu mirada llena de ternura. Poco a poco fui tomando contacto con el mundo, conociendo los otros componentes de la familia y las cosas; fui tomando conciencia de mí misma y distinguiendo lo que era yo de lo que no era yo, y en esa realidad exterior te fui situando a ti cada vez más distante de mí.

Mas, dentro de este largo y paulatino parto ha habido fases de expulsiones, ha habido, pues, momentos de brusquedades, de violencias. Violenta fue mi salida de tu matriz anatómica y violenta ha sido también mi salida de esta otra matriz psicológica. Y si agresivo fue el recibimiento de que fui objeto en el momento del nacimiento por parte del mundo, un mundo lleno de estímulos que incidieron brutalmente sobre mis sentidos, agresivo fue también el recibimiento de este otro mundo al que acaba de llegar. La diferencia estribó en que en la primera ocasión yo me encontré totalmente impedida, carente de las más elementales posibilidades de defensa, y en ésta sí disponía de sobrados recursos para, tras aquel derribo, levantarme por sí sola y prepararme para la lucha, para la larga lucha con el medio.

Y tú, ¿qué sentiste cuando emprendiste el regreso a casa...? Tras la primera fase expulsiva del parto, la de mi nacimiento, vino la alegría del encuentro; mas esta segunda fue seguida por la tristeza de la separación. Seguro, mamá, que en ésta más que en la primera sentiste que algo se había desprendido, o mejor, que algo se había desgarrado en lo más profundo de tu ser. Tremendo dolor debió producirte este desgarro de sentimientos. Pensamientos sombríos los que debieron pasar por tu mente en aquel trayecto del colegio a casa. ¿Y en la casa?, ¿qué sentiste cuando entraste en ella y la encontraste sola? Te parecería mentira que algo tan pequeño como yo pudiera llenarla tanto. Y es que yo era una diablilla que cada día correteaba todas sus dependencias, escudriñando todos sus rincones y con mi graciosa media lengua no paraba de hablar, hablar, hablar... ¡Qué silencio tan impresionante el de aquella casa sin mí! Quizá cuando llegaste a ella te sentaste en el sofá de la sala de estar y continuaste sumergida en tus pensamientos. Aquel parto era necesario, era necesario que yo me separara y me independizara de ti, pues tenía que aprender a valerme por mí misma en un mundo en el que no estarías tú.

Aprendería a ser mujer y, sabe Dios, si una mujer inteligente que ocupara un puesto importante en la sociedad... No, no era lógico que estuvieras triste -seguirías pensando- porque, al fin y al cabo, solamente unas horas de separación y la casa volvería a estar llena de mí. Pero ¿qué ibas a hacer?, no podías remediarlo, lo estabas, tan triste y acongojada estabas que quizá unas lágrimas saltaron de tus ojos. Tú, mamá, que habías soportado estoicamente el gran esfuerzo de expulsarme físicamente de ti, sin embargo, llorabas tras esta otra expulsión psicológica; ahora bien, estas lágrimas no reflejaban debilidad, tan sólo constituían el exponente de que tú eres eso, una mujer, capaz de soportar las mayores pruebas físicas, pero con los sentimientos a flor de piel y cuando éstos eran los que entraban en juego... Quizá, tras un profundo suspiro, te levantaste del sofá dispuesta a desviar tus pensamientos con la realización de las muchas faenas que te quedaban por hacer; pero quizá, por mucho que te lo propusiste, te fue imposible apartar de ti el eco de mi voz, de mi encantadora media lengua, de la que, entre un sinfín de palabras mal pronunciadas, sobresalían dos que, repetidas con claridad y fuerza, constituían el alegre repique de campanas anunciador del nacimiento de mi personalidad: yo, yo, yo, .... no, no, no...

 

 

 

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en un mundo en el que no estarías tú

 

Basado en mi libro "autobiografía de un nacimiento"

Dibujos de José María Carnero

Fotografías de Ana Casanova


 

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